Hay libros que narran una vida. Y hay libros que, al narrarla, la desdoblan, la tensan, la multiplican hasta el vértigo. En «4 3 2 1», Paul Auster cuenta la historia de Archie Ferguson: la abre en canal, la expone, la repite con variaciones, como si la existencia humana fuera una pieza musical con distintas partituras. Auster ha escrito desde la fractura. Sus personajes suelen estar heridos por el azar, el lenguaje o la pérdida. Y aquí no hay solamente una línea argumental, sino cuatro. Cuatro posibles versiones del mismo personaje, cada una desarrollándose en paralelo, a veces con sutiles resonancias, otras con rupturas radicales. No se trata de un artificio formal: se trata de una pregunta central, radical y existencial. ¿Qué hace que seamos quienes somos?
Desde el inicio, Auster nos lanza a una exploración de la identidad moldeada por lo contingente: una infancia compartida se bifurca, apenas cambia una decisión, una muerte, un afecto. La novela no oculta su ambición. No busca entretener con mundos alternos —como lo haría una distopía ligera—, sino desplegar un tapiz denso y emocional sobre la formación de una conciencia. Lo que en manos de otro autor podría haber sido un experimento frío, en Auster se convierte en una reflexión cálida, dolorosa, íntima. Porque «4 3 2 1» no está interesado en teorizar sobre la identidad, sino en encarnarla. Y eso, inevitablemente, duele.
En su centro está Ferguson, o mejor dicho, los Ferguson. Cada uno es distinto —en vocación, en deseo, en suerte— y, sin embargo, todos vibran con una misma intensidad narrativa. Algunos se acercan a la literatura, otros al cine, otros a la política. Algunos pierden a su madre, otros no. Algunos se enamoran de Amy, otros apenas la conocen. Pero en todos hay una misma pulsión: la de vivir en medio de la pregunta. Auster logra, así, una proeza narrativa que es también una apuesta filosófica: el yo no es una unidad, sino una posibilidad que se rehace todo el tiempo.
La estructura misma del libro se convierte en metáfora: ¿qué pasaría si lo que recordamos como lineal fuera, en realidad, un caleidoscopio de caminos descartados? Este efecto cobra fuerza conforme avanza la novela: no hay un Ferguson superior o definitivo, porque no hay una versión total de nadie. Auster evita el juicio moral y la nostalgia, y, en cambio, se sumerge en la materialidad de cada vida: los afectos, los libros, las revueltas estudiantiles, las tensiones sexuales, los miedos y pequeñas fidelidades que, sin saberlo, nos configuran. Esta es una novela sobre el tiempo, pero también sobre la conciencia política.
Es sabido, además, que esta publicación es profundamente política. No porque discurse —aunque hay pasajes donde el compromiso es evidente—, sino porque entiende que crecer es también definirse frente al mundo. Los Ferguson atraviesan los años sesenta: las protestas contra la guerra, los movimientos por los derechos civiles, la revuelta feminista. La historia no es solo telón de fondo: es una fuerza activa, una presión que los modela o los aplasta. Auster acierta al no idealizar la radicalidad juvenil ni simplificar las contradicciones de la época. Por momentos, incluso, señala cómo las opciones políticas están atravesadas por el deseo, el miedo, la clase, la cultura familiar.
Hay una crítica implícita —y poderosa— al mito de la individualidad. Si la vida depende tanto de lo que no controlamos, ¿por qué nos atribuimos toda responsabilidad? Auster, con su estilo sobrio y detallista, no predica, pero su estructura lo hace: basta una variación mínima para que la vida cambie por completo. La novela nos obliga a mirar de frente la fragilidad de nuestras certezas.
El desarrollo de los personajes es otro de los grandes logros del libro. No solo despliegan con profundidad: también lo hacen los secundarios que orbitan en cada línea de vida. Amy, por ejemplo, adquiere matices distintos en cada historia, y ese cambio revela también las múltiples formas del amor, del duelo, de la incomprensión. La madre de Ferguson, en una versión una figura protectora; en otra, una ausencia devastadora. Auster juega así con la idea de que los otros también cambian según quiénes seamos nosotros. La identidad, entonces, se vuelve relacional, movediza, inestable.
¿Tiene límites esta propuesta? Por supuesto. A veces, la estructura resulta abrumadora. La novela exige una lectura atenta, una entrega total. Hay momentos en que la repetición ralentiza el ritmo. Y, sin embargo, esa dificultad no es un error, sino parte del proyecto: leer esta novela es entrar en un ritmo distinto, en una lógica narrativa que resiste la velocidad y nos devuelve a la lentitud de lo real. No hay forma de salir ileso.
«4 3 2 1» no ofrece respuestas, y ahí radica su potencia. Nos sumerge en la incertidumbre radical de existir, en la idea de que vivir es también descartar infinitas vidas posibles sin saberlo. En un tiempo que exige definiciones rápidas y biografías cerradas, Auster nos recuerda que somos borradores en permanente revisión. Que el destino no es una línea recta, sino una constelación de accidentes, decisiones, pérdidas y azares. Y que, tal vez, en la lectura —como en la escritura—, lo que importa no es llegar a una verdad, sino aprender a habitar las preguntas. Es una novela para dudar. Para mirar hacia atrás y preguntarse por las bifurcaciones que no tomamos; para aceptar que vivir es perder otras vidas.
Ficha técnica:
Autor: Paul Auster
Libro: 4 3 2 1 (marzo, 2019)
Editorial: Booket (Planeta)
Páginas: 960 pp.
Creo que encontré mi próxima lectura, muchas gracias por este artículo 🫂